
El Viento (Poema breve)
Toda la noche el viento
llamando a la ventana.
Sólo le abrí a la brisa
de la mañana.
Texto y foto: Carlos Osorio.
Daniel Zuloaga y Boneta: Ceramista y pintor nacido en Madrid (1852-1921). Aprendió cerámica en París. Asistió a Clases en la manufactura de Sèvres. Ante la imposibilidad de hacer murales cerámicos en España, por falta de medios materiales, realiza tapices y pinturas al fresco. Finalmente consiguió montar un taller de cerámica en Segovia, en la antigua y abandonada iglesia de San Juan de los Caballeros (Hoy Museo Zuloaga. Si pasas por Segovia no te pierdas este alucinante museo).
Daniel, lo mismo que su sobrino Ignacio (que alcanzó mayor fama que su tío), adquirieron varios monumentos en ruinas con intención de restaurarlos, en una época en que el patrimonio histórico estaba abandonado a su suerte.
De Daniel son los murales cerámicos de la Escuela de Minas y la decoración del Palacio de Velázquez.
Los murales del salón Montano (C/ San Bernardino, 3, Madrid) decoran los techos y representan escenas de músicos tocando sobre las nubes. Están pintados al óleo sobre tela pegada a los techos.
Fotos: Carlos Osorio.
Una sala de conciertos del XIX: Paralelamente a la fabricación y venta de pianos, los Hijos de Montano establecieron una sala de conciertos a la que llamaron “Salón Montano”. Esta sala conserva sus valiosos murales, las columnas y las taquillas de venta de entradas. Actualmente es una buena tienda de decoración: “Rústika” (C/ San Bernardino, 3) cuyos dueños han cuidado y restaurado a sus expensas este valioso legado cultural.
Los murales son del gran pintor y ceramista Daniel Zuloaga (tío del pintor Ignacio Zuloaga) La mayoría están hechos al óleo sobre lienzos pegados al techo. También hay unas pinturas de estilo pompeyano sobre pared y un tapiz.
Las bonitas taquillas, hechas en madera y hierro, están pintadas de blanco y pueden verse al entrar en la tienda.
Conocí esta fabulosa taberna, la más representativa de nuestras tabernas históricas, en los años setenta. Aún existía la costumbre de aceptar meriendas de la calle. Los vecinos se traían su pan y su chorizo y pedían su media frasquita de vino. Todo el mundo hablaba con todo el mundo, una buena tradición de las tascas madrileñas. Lola, hermana de Antonio Sánchez hijo, regentó el negocio hasta 1979, año en que se jubiló Tasio, el encargado.La taberna estuvo en un tris de desaparecer. Afortunadamente, algunos madrileñistas geniales como Luis Carandell, José Luis Pécker y otros, unieron sus esfuerzos y lograron su reapertura. Hoy la regenta Curro, que ha sido torero antes que tabernero.
La taberna de Antonio Sánchez fue primero una bodega y en 1830 se convirtió en taberna. En 1870 perteneció al picador Matías Uceta “Colita”. Más tarde pasó a manos del diestro Cara Ancha. En 1884 la compró Antonio Sánchez Ruiz, un entrador de vinos natural de Valdepeñas.
En la propia taberna nació su hijo Antonio, quien de niño jugaba al toro en la vecina plaza de Tirso de Molina. La afición del joven Antonio le llevó a tomar la alternativa en 1922, de la mano de Ignacio Sánchez Mejías. La cabeza del toro de su alternativa, llamado Fogonero, se halla disecada junto a la puerta de la entrada.
El torero Antonio Sánchez fue un valiente y terminó como un queso Gruyere, con nada menos que veinte cornadas. La última, en 1929, le dejó postrado durante 26 meses. Como el convaleciente no podía estarse quieto, comenzó a pintar. De ahí su amistad con el pintor Zuloaga, quien por cierto hizo en esta tasca su última exposición.
Dicen que Antonio Sánchez no llevaba nunca dinero encima. El tabernero torero y pintor era tan popular que en todas partes le invitaban. Antonio nunca se casó. Desde que murieron sus padres, decidió vestir siempre de negro.
La gran personalidad de Antonio atrajo a sus tertulias a gente como Pío Baroja, Sorolla, Marañón, Julio Camba, Vázquez Díaz y Cossío.
En el sótano hay unas enormes tinajas de barro de Colmenar de Oreja. Para poder introducirlas, hubo que horadar la calle y hacer una rampa hasta el sótano.
Durante mucho tiempo se vendió un vino especial que llamaban “de la cuba del francés” y que se extraía de una de las grandes tinajas de la cueva, la que lleva el número seis. Cuenta la leyenda que, en plena guerra de la independencia, los vecinos mataron a un soldado de Napoleón. Para evitar represalias, lo escondieron en una de las cubas de vino que, a partir de entonces, adquirió un “bouquet” extraordinario. Y es que los franceses siempre han tenido mucha mano para hacer buenos vinos.