miércoles, 10 de noviembre de 2010

Atraco en Aldao

Un tranquilo dia de mayo de 1956, a las diez de la mañana, un seat 1400 aparcó frente a la joyería Aldao, en Gran Via, 15. Aldao pasaba por ser la joyería más importante del país. Como cada mañana, un empleado estaba colocando las joyas en los escaparates.
Del 1400, con matrícula del ejército, descendieron dos hombres que vestían con monos de aviadores. Ambos entraron en la joyería. Uno de ellos extrajo de una bolsa lo que parecía una metralleta (no era tal metralleta, sino una escopeta decorada con un falso cargador) y amenazó a los presentes (su voz tenía un claro acento suramericano). El otro dejó su pistola en una vitrina, abrió una mochila y valiéndose de una espumadera doblada, fue guardando las joyas de los exhibidores. Antonia, hija del dueño exclamó: ¡Dios mío, qué horrible!
Estas palabras fueron escuchadas por el padre, Manuel Fernández Aldao, que se encontraba en un despacho interior. Manuel cogió su pistola y fue a ver qué pasaba. Al ver la situación disparó un tiro contra el de la metralleta. Los dos hombres se retiraron disparando y entraron en el 1400. A toda pastilla bajaron por la Gran Vía, y por poco se estrellan contra un autobús que salía de la calle del clavel. Pasaron Cibeles y se les perdió la pista. Inmediatamente, la policía montó un dispositivo de búsqueda y se dio la noticia por Radio Nacional.  Los empleados de un taller, en Menéndez Pelayo, oyeron el parte y relacionaron el suceso con un coche abandonado frente a su taller. En el coche apareció la falsa metralleta, restos de sangre y toda clase de huellas. (Se trataba de unos ladrones inexpertos, ya que además se habían dejado una pistola en la tienda).
También oyó la noticia la dueña de una pensión de la calle de Esparteros, y contó a la poli que había subido un cliente suramericano con una herida en el hombro.
A esas alturas la policía ya sabía quienes eran. Se trataba de dos argentinos, con un falso pasaporte chileno, que recorrían habitualmente los clubs nocturnos de Madrid gastando dinero a mansalva. A los dos supuestos atracadores les acompañaba una mujer, una enfermera muy bella llamada Tita Alemany, a la que el periódico La Vanguardia describió como “una mujer de vida airada”.
La enfermera trató de que un médico amigo suyo curase al herido, pero no lo logró. Entonces, compró una dosis de penicilina y ella misma se la inyectó.
Los tres quedaron horas más tarde en una cafetería de la Gran Via para estudiar la huída, pero, según iban entrando en el café, unos señores con uniforme gris y gorra de plato se alegraron tanto de verles que les dieron un abrazo…por detrás.
Las joyas aparecieron en una bolsa de plástico en la pensión de Esparteros.
Mala idea tuvieron en disfrazarse de militares, ya que les tocó un consejo de guerra en vez de un juicio ordinario. No obstante, su abogado recurrió la pena máxima y les cayeron entonces 23 años de trullo. 

La historia podría haber acabado aquí, pero hubo más lío.
En el penal del Puerto de Santa María, los dos argentinos se hicieron amigos de dos presos que eran los mecánicos del penal. Los mecánicos estaban arreglando el seat 600 que servía para el suministro de comida de la prisión. A uno de ellos le quedaban solo 4 meses de condena, pero se apuntó al proyecto de fuga que los argentinos les propusieron. Así lo hicieron. Tras arreglar la chapa del coche, con las mismas herramientas trataron de arreglar la chepa de los funcionarios que guardaban la puerta, a quienes desarmaron, y emprendieron la fuga, diríamos que velozmente, aunque aquel seiscientos no era precisamente veloz. Tan lento iba el coche que tuvieron que pararse y hacer autoestop. Eso sí, cuando paró un buick en el que viajaba un militar americano de la base de Rota, le invitaron, pipa en mano,  a hacer un intercambio de vehículos.
La benemérita que les iba pisando las alpargatas, les dejó su nuevo y flamante coche hecho un escurreverduras, por lo que hubieron de coger el coche de San Fernando, y aprovechando la oscuridad, se colaron en una finca. Aquella finca no era el mejor sitio para esconderse, ya que pertenecía al jefe de la casa civil del generalísimo. En fin, que ya puestos a cagarla del todo, se liaron a tiros con la guardia civil y allí terminaron sus días aquellos cuatro infelices.

Esta es la historia de un atraco que fue noticia durante semanas en aquellos tranquilos años 50.
La documentación la he sacado de la hemeroteca de ABC y de La Vanguardia, del Libro “La Gran Via es New York” de Raul Guerra Garrido y del blog Ceuta Nostálgica.

La joyería Aldao, abierta en 1848 en La Coruña, se trasladó a la calle de La Sal, en Madrid, en 1911 y de allí a la Gran Via.

2 comentarios:

pilar dijo...

vaya novelón, está visto que la realidad supera la ficción.

Don Bernardino dijo...

Hasta para ser chorizo hay que valer. ¡Para que luego digan que con Franco no había delincuencia!