La Leyenda del Guardia de Corps
La calle Sacramento. Dibujo de Esplandiú.
Una noche oscura, allá por el siglo XVIII, caminaba por la calle del Sacramento un gallardo capitán de la Guardia de Corps. Dicen que se llamaba Juan y que se apellidaba Echenique. Soltero y cuarentón, dedicaba su tiempo libre al juego, el vino y los placeres. Galanteaba con las damas y las abandonaba tras conquistarlas.
Una noche, de madrugada, volvía el capitán de una timba de cartas en la que la fortuna no le había sido nada favorable.
De pronto, oyó una dulce voz de mujer que le llamaba. Levantó los ojos y vio en un balcón a una dama muy atractiva que le hacía señas para que subiese a verla. "Desafortunado en el juego, afortunado en..." se dijo el guardia, y sin pensarlo dos veces acudió al llamado de la dama.
La calle Sacramento. Dibujo de Sancha
El viejo palacete tenía la puerta abierta y, una vez dentro, le sorprendió el lujo y la magnificencia con que se adornaba, sin que nada en el exterior lo presagiara. Llegó junto a la dama e hizo rápida amistad con ella gozando ambos de un largo rato de ardiente pasión. Tanto y tan intensamente gozaron, que el capitán se quedó dormido.
Le despertaron las campanas de la iglesia próxima, y cayendo en la cuenta de que se le había pasado la hora de incorporarse a su puesto de guardia, se vistió apresuradamente y salió corriendo sin despedirse siquiera de la dama que dormía plácidamente.
A mitad de camino, se dio cuenta de que había olvidado su espada y su bandolera y tuvo que volver sobre sus pasos.
Quiso entrar nuevamente en el palacete, pero la puerta no se abría. Dio fuertes aldabonazos, golpes y patadas, pero no hubo respuesta. Tan solo dio señales de vida un vecino de una casa próxima, quien, malhumorado, le dijo que allí no vivía nadie desde hacía décadas.
Forzó el capitán la puerta y halló el palacete totalmente cambiado, completamente desconocido. Donde antes hubo lujo y riquezas, no quedaba sino mugre, polvo y telarañas. No entendía nada. Al entrar en la alcoba donde había gozado, halló sobre el desvencijado lecho un esqueleto de mujer. El hombre se quedó helado, pero, sobreponiéndose, recogió sus pertenencias. Al salir de allí, creyó ver a su dama pintada en un viejo cuadro medio cubierto por el polvo.
Aquel hecho inexplicable le hizo cambiar de vida. Ingresó en una orden religiosa y entregó su espada y su bandolera, a modo de ofrenda, al Cristo de la Fe.
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