Nosferatu. Relatos de la vida en Malasaña, 3.




Relato Paloma Parera Simonet

¿Buscar una historia de vecindad que haya marcado mi vida? Puede que haya algunas, pero
no demasiadas, pero, de pronto, he recordado con una sonrisa el miedo que pasé con once o
doce años por culpa de un Laboratorio de Análisis Clínicos que había en el primer piso de mi
casa.
En aquellos años no había donantes de sangre y las personas necesitadas, como el Gobierno
prohibía la mendicidad, vendían sangre a cambio de unas pesetas y un bocadillo.
Esta actividad ocasionó que durante una temporada, por las mañanas, el portal y la
escalera se llenaran de unos personajes para mí terroríficos que hacían cola para dar
su sangre. Mi padre me tranquilizaba diciéndome que esa sangre salvaba la vida en
los hospitales a personas que eran operadas o tenían accidentes, pero mi hermano
mayor no podía resistirse a la tentación de hacerme descripciones del doctor del
primero que en nada se parecían a los vampiros que ahora muestra el cine, guapos,
jóvenes y sexys. En aquellos años la única referencia cinematográfica que teníamos
era la de Nosferatu y su imagen no era nada tranquilizadora. Yo no podía evitar
imaginarme al doctor del primero clavando los colmillos en aquellos desgraciados y
no me sentía a salvo hasta que no entraba en el maravilloso y seguro refugio de mi
casa.
Un buen día, una reunión de vecinos organizada por mi padre, solicitó al doctor del
primero que realizara su actividad en un laboratorio o local apropiado en el que pudiera
atender dignamente a los donantes sin alterar la vida de la comunidad de vecinos, y así,
poco a poco, se fue borrando la imagen de Nosferatu de mi imaginación infantil, hasta que
hoy ha vuelto a aparecer con su traje negro, su palidez y sus dientes, pero esta vez para
hacerme sonreír.


Del libro "Historias de convivencia vecinal"

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