sábado, 9 de mayo de 2009

El cristo de San Plácido

Foto: Carlos Osorio
Personalmente, creo que es el mejor Cristo Yacente de cuantos hizo Gregorio Fernández, el gran escultor del barroco español. El tema puede resultar un tanto macabro, pero si traspasas esa primera impresión, puedes descubrir una obra de arte bellísima y de una humanidad estremecedora. El tema del dolor y la muerte, inherentes a nuestra condición, apenas están presentes en el arte de nuestros días (con excepciones, como la de Francis Bacon o la de Lucien Freud), sin embargo son temas tan necesarios en el arte como la alegría, la pasión, el amor, porque son parte de la vida.
Hay otro Cristo similar en los Capuchinos de El Pardo, de gesto más dramático. Existe una talla extraordinaria en la Iglesia de San José, de la calle Alcalá; pero en el de San Plácido, realizado en la última etapa de Gregorio, hay una sutileza, una serenidad, un decir mucho con poco, que supera para mi gusto a los cristos demasiado convulsos que hizo con anterioridad. El estudio anatómico es sensacional. En cuanto a la policromía, hay un empleo magistral de la luz y el color. En el clasicismo se creyó que las estatuas de mármol griegas y romanas eran blancas y se copiaron así; no sabían que habían estado policromadas inicialmente. Por eso se despreció la policromía en escultura durante los últimos siglos, silenciando así una de las grandes aportaciones del arte español al arte universal. Hoy se sabe que los maestros imagineros disponían los planos, las concavidades y convexidades, intencionadamente para que la luz natural resaltara lo esencial. También coloreaban con esa intención artística, no solo naturalista. Desconocida para la mayoría de los madrileños, oculta en la penumbra de la pequeña iglesia de San Plácido, permanece una de las principales joyas de la escultura madrileña del XVII.

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